viernes, 17 de septiembre de 2010

¡Viva!


[Desde México nos escribe Ariadne, aunque sus reflexiones pueden aplicarss a toda Latinoamérica. Las transcribo a continuación.]

Hoy, a 200 años del inicio del movimiento que nos daría origen como nación, parece que México no es gran cosa. Parece que ser mexicano no tiene ningún significado. Por lo tanto no hay razón para celebrar: ¿Qué vamos a festejar? ¿La guerra contra el narcotráfico que ha bañado en sangre nuestras calles? ¿La injusticia y la desigualdad que han hecho del ficticio y fugaz bienestar de quien vive al margen de la ley y la moral, la única alternativa a la miseria? Por otra parte, ¿a quién debemos la fecha que conmemoramos? ¿A aquellos héroes falsos, idealizados, quienes según la historia oficial, no tenían ningún interés además de hacer de éste un mejor lugar?


No, no hay nada que recordar, no hay nadie a quien homenajear, pues los héroes no fueron aquellos santos creados para adormecernos y formar una falsa e infantil identidad nacional. Hoy, en México somos mayores de edad. Nos preguntamos si hubiera sido mejor seguir siendo una colonia española o una monarquía, o una dictadura. Escribimos desacralizando a los personajes históricos. Hoy sabemos que eran de carne y hueso, como nosotros; que tenían mujeres siendo curas, que tenían intereses mezquinos y momentos de debilidad.


Este bicentenario lo vivimos orgullosos de ser críticos, de haber abierto los ojos a la amarga realidad: vivir en México sólo es deseable en la total ceguera o por la frivolidad y el consumismo que nos dominan, pues la gente aquí es corrupta, ladina, floja y egoísta. Eso es el único orgullo remanente: la actitud crítica que nos separa de los ciegos irreflexivos, presas de la fiebre publicitaria de las televisoras y la negra intención gubernamental de darnos circo.


Qué amarga es la verdad y cuánto más duro si recordamos que México no existe sin los mexicanos y que somos cada uno de nosotros, los ladinos, mezquinos, egoístas y corruptos. Sin nosotros, México podría ser cualquier otro país, sobretodo uno mejor. Somos nosotros los herederos de los mayas, de los aztecas, de los insurgentes y los revolucionarios, quienes hemos dado al traste con el orgullo nacional.


Hoy hace cien años, estábamos a dos meses de la Revolución, y sin embargo, nos dimos oportunidad de celebrar con la dignidad que la fecha ameritaba. Durante la guerra de independencia se celebró año con año el grito de Hidalgo. Las luchas, la injusticia, la pobreza, las huelgas, no bastaron para mermar el orgullo de ser nosotros mismos quienes lleváramos al país a donde fuera que estuviera dirigiéndose. ¿Por qué ahora habría de ser diferente?


Hoy, leo y escucho una tras otra a las voces menos autorizadas, las menos ilustradas, las más frívolas, las presas del fervor patrio, llamando la atención sobre algo que, a lo mejor ellas mismas no alcanzan a leer en el fondo de sus palabras: México es mucho más grande que sus problemas; México es su cultura, su historia, pero sobretodo, su gente; de carne y hueso, por cierto, como aquellos héroes. El sentido común lucha por mostrar lo que la vanidad nos impide ver y las voces de las que se vale nos obligan a preguntarnos, ¿en qué consiste esa grandeza?, ¿en verdad está ahí? Talvez la respuesta esté en nuestra propia crítica, en la misma razón de nuestra vergüenza. Quizá la verdad que hoy nos sonroja sea la misma fuente del orgullo nacional que nos lleva a vestir los colores de la bandera estos días. Podría ser que la debilidad, la imperfección, la propia humanidad de los personajes históricos que nos esforzamos por desnudar, más allá de las bobadas difundidas por la historia oficial, cure las heridas abiertas por ella misma, recordándonos que no hay absolutos entre los hombres y que si aquellos a quienes admirábamos antes con infantil ingenuidad, con todos sus defectos y errores, fueron capaces de forjar un patria como la que habitamos ahora; con mucha más razón, nosotros tenemos la obligación de sobreponernos a nuestros defectos y superar los obstáculos que nos separan de lo que soñaríamos ser. Para esto contamos con la cultura, la historia, la sabiduría popular; la entrega, la generosidad, la hospitalidad, la creatividad y la alegría por las que nos conocen en todos los rincones del mundo; contamos con todo aquello que nos da risa, ternura, orgullo y alegría ser.


México es de carne y hueso como sus héroes, como sus habitantes. No es perfecto como el paraíso, pero puede llegar a ser lo que nosotros queramos; tan sólo hace falta superar la también infantil depresión provocada por vernos tan violentamente forzados a encarar la realidad y nos atrevamos a dar el paso equivalente al de los insurgentes o los caudillos revolucionarios hace doscientos y cien años, emprendiendo la lucha por mejorar en algo la situación de tantos para quienes éste no es el mejor lugar para vivir. En el dos mil diez, el año del bicentenario de la Independencia y el centenario de la Revolución, también estamos en guerra, y no me refiero a la guerra contra el narcotráfico, sino a una nueva guerra civil como la que nos enfrentaba en las fechas recordadas. Esta nueva lucha es tan dura y cruel o más que las anteriores, porque tiene lugar en el interior de quienes hemos despertado del sueño de una patria perfecta y ajena a sus habitantes. Sin embargo, como se hizo durante la independencia y dos meses antes de la revolución, anoche, cuando nos detuvimos a recordar el grito de Dolores, se me llenó más que nunca la boca cantando el Himno Nacional y se me hinchó el corazón al responder a la arenga del presidente.


¡¡Viva México!!

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