jueves, 6 de octubre de 2011

Otro 11 S en América

Mucho se ha dicho y escrito (con razón) estos días sobre el 11-S. Sin embargo, la historia recuerda más hechos que ocurrieron en América esa misma fecha. También un 11 de septiembre, hace 38 años, Pinochet dio un golpe de estado en Chile. Otro 11 de septiembre, este más reciente (2001), vio la firma en Lima de la Carta Democrática Interamericana (CDI) por los treinta y cinco miembros de la Organización de Estados Americanos (países de Latinoamérica más Canadá y EE.UU.), prácticamente a la misma hora que caían las torres.

La Carta Democrática Interamericana se escribió hace una década como instrumento que declara la vocación democrática del continente americano, proveyendo herramientas para su desarrollo y protección. Constituye el primer elemento regional que define los lineamientos de la organización democrática del continente.

Con todos los méritos que hay que concederle a la Carta como catalizador de una institucionalidad regional y potenciador de voluntades, como la mayoría de declaraciones de este tipo, aún es joven para evaluar su efectividad. Y también como tantas, la buena voluntad, por el momento, no ha sido suficiente para mover la acción efectiva en varios casos donde la democracia en América ha sido –y es aún hoy- amenazada.

Sin embargo, echando la vista atrás podemos afirmar que, gracias o no a la Carta, hoy los pueblos de América gozan de mayor estabilidad democrática que hace veinte años. Los golpes de Estado en Latinoamérica, tantas veces sangrientos, de los años 70, ya han sido superados. El baile de presidentes depuestos es mucho menor que en la década pasada, y la mayoría de países (todos conocemos bien las excepciones), gozan de libertad de prensa e información y se protegen los derechos fundamentales.

“La democracia en las Américas ha llegado para quedarse”, según José Miguel Insulza. No hay motivos para imaginar lo contrario. Ahora, como en tantas otras regiones del mundo, es el momento de trabajar no por el reconocimiento de la democracia como sistema, sino por su efectiva implantación. Los desafíos de hoy son otros. Quizá el peligro no esté ya en los cuarteles, sino en los temidos carteles. La separación de poderes no se dirime hoy entre el poder ejecutivo y el judicial, sino entre el poder económico y el político. Lo que hoy toca defender no es tanto la libertad política como la igualdad económica y social.

El mayor problema ha pasado de ser la legalidad política a la legitimidad del poder. El único presidente no elegido con los estándares democráticos occidentales hoy en América es Raúl Castro. Chavez, Ortega, y Correa (Venezuela, Nicaragua y Ecuador) fueron aupados presidentes por elecciones libres e informadas. Pero a nadie se le escapa que en los últimos tiempos su poder ha perdido la legitimidad que le otorga el buen hacer. Los atropellos a la libertad de prensa, educación, y el afán de perpetuarse en un trono con barnices constitucionales son hoy las nuevas amenazas de la democracia en América.

Con todo, la Carta Democrática Interamericana es, diez años después de su firma, un instrumento válido al que sin duda le queda mucha vida y trabajo por delante. La defensa del pueblo americano frente a los nuevos desafíos del continente pueden abordarse desde sus artículos, y hay consenso en que por el momento no reclama una reescritura.

Como en tantas declaraciones políticas parecidas, la Carta establece que el desarrollo económico con equidad es indispensable para la implantación de una efectiva democracia. Nadie puede estar en contra de ello. Si bien la Carta reconoce en su artículo 13 la promoción y observancia de los derechos económicos, sociales y culturales como consustanciales al desarrollo integral (curioso que se recoja entre los últimos artículos), lo que llama la atención es que esos derechos económicos y sociales se contemplen únicamente como condición o medio para alcanzar la democracia, y no al revés.

No deja de impresionar la tácita supeditación que asoma en la Carta de los derechos sociales y económicos a la defensa y promoción de la democracia. En otras palabras: Señores, promovamos un crecimiento igualitario porque de otro modo la experiencia demuestra que la democracia no termina de funcionar bien.

Siempre me ha molestado un poco este planteamiento (que no es, por cierto, americano, sino del mundo occidental en general). Quizá ingenuamente opino que el primer objetivo de todo gobierno es velar por que los ciudadanos de un país compartan las mismas oportunidades para vivir bien; que las libertades económicas y políticas no constituyan un freno a la justicia social, sino una vía para su progresiva consecución; Es obvio que un sano juego político democrático favorecerá esa promoción de la justicia. Pero no puede estar antes de ella.

Sin embargo, en la Carta Democrática Interamericana, como en tantas otras, su redacción insinúa lo contrario: un desarrollo económico y social es promovible porque favorece la buena marcha de la democracia. Si algún día los derechos sociales llegan a molestar el avance de la institucionalidad política, es mejor no defenderlos.

¿Y por qué no es al revés? ¿Por qué este tipo de cartas grandilocuentes no declaran junto con la libertad económica, política y social, la justicia como fin principal? ¿Por qué es la democracia el objetivo a defender, y no el crecimiento con igualdad?

La OEA contempla mecanismos de actuación interregional en el caso de que la estabilidad democrática de un Estado miembro se vea amenazada. De hecho, así ocurrió en Honduras en el 2009. Pero en el caso de que falle el crecimiento igualitario por la concentración de la riqueza en pocas manos, o su mala distribución, ¿tomará medidas la OEA amparada en la Carta? Lo dudo. Es más, hoy se constata que no lo está haciendo.

Promovamos la democracia en el mundo en tanto en cuanto ella favorece la libertad y la justicia. O, dicho de otro modo, defendamos la democracia porque favorece la libertad y la justicia. En este caso la conjunción es importante.